Cuando llegas a Ceuta lo primero que te recomiendan para conocer la ciudad es que vayas al monte Hacho. Rodeado casi por completo de mar, es justo el extremo de esta pequeña península en el norte de África que es la ciudad. Desde allí arriba se ven sus apenas 20 kilómetros cuadrados. Puedes hacerte una idea de cómo se estrecha en el centro, donde está el puerto, y se vuelve a abrir en el extrarradio hasta llegar a la frontera. Luego basta bajar del monte, conocer el casco urbano, pasearse por las barriadas y llegar a la frontera. El otro gran punto emblemático. Ese que no te recomiendan visitar nada más bajarte del barco.
Y ese es precisamente el que forma parte de la primera imagen que tienen los más de mil menores que están en Ceuta desde la entrada masiva de mayo. Miles, por decir una cifra. Ni siquiera hay recursos para contar cuántos son en realidad. Entre los que se encuentran en los centros habilitados por el Gobierno de la Ciudad Autónoma para acoger a los menores, Santa Amelia, Piniers y La Esperanza, de donde no paran de escaparse por el temor de que los devuelvan a Marruecos, y los que viven en la calle, es difícil controlar la situación. Las cifras oficiales dicen que son alrededor de 1.200, sin tener en cuenta a los que siguen entrando aprovechando la baja visibilidad por las nieblas que hay en Ceuta, que a cuentagotas van aumentando las cifras. Es difícil encontrar el día en el que no se registre algún rescate o entrada de inmigrantes.
Ceuta es uno de los territorios con más densidad poblacional de España. Apenas hay vivienda porque no hay espacio físico para construir, tiene uno de los alquileres más caros de España y la mayoría de productos vienen por barco porque no hay casi fábricas. El 10% de los Mena que están hoy en España, aproximadamente 12.000 en total, están alojados en un territorio que alberga a sólo el 0,2% de la población española, algo que desborda a la Ciudad Autónoma y que tiene cansados a muchos ceutíes.
La ciudad, ahora mismo, está totalmente sobrepasada. Basta un recorrido de una punta a otra para ver cómo ha cambiado el paisaje en apenas tres meses. No hay zona o barriada que esté libre de la presencia de los miles de marroquíes y subsaharianos que entraron en mayo. Están por toda la ciudad, no cabe otra. En los centros habilitados para ellos no hay sitio, al margen de que la inmensa mayoría no quieren estar ahí para que no los devuelvan a Marruecos.
Empezamos nuestro recorrido, como ellos, en la frontera de Ceuta con Marruecos. El espigón del Tarajal, la imagen que dio la vuelta al mundo en aquellos días de mayo. Es la primera diferencia que separa a estos niños de los demás. Su camino empieza desde la frontera, y no desde el monte Hacho, como el de un turista.
Esperanza
Ahí, en la barriada de la Almadraba, al lado de la cristiana Capilla del Carmen -ahora cerrada porque está en riesgo de caída- nos encontramos con Ilias e Ilias. Tocayos. Estamos a más de 30 grados y con una humedad que roza el 100% pero parece que tienen frío. Quizá no tengan más ropa o era lo único que les quedaba en Cruz Roja cuando llegaron empapados el 17 de mayo. El primero tiene 15 años y el segundo, 13, se conocen del barrio. Entraron cada uno por su cuenta y se encontraron al otro lado de la valla. Hace casi quince días que se escaparon de Piniers. Escucharon rumores de que los iban a devolver, mucho antes de que empezaran a montarlos en las furgonetas y decidieron irse.
Las devoluciones o deportaciones (según quien lo diga) empezaron el viernes 13 de agosto. El gobierno central anunció que las harían en grupos de 15 menores aludiendo a un acuerdo firmado con Marruecos en 2007 y contradictorio en ciertos puntos con la Ley de Extranjería. Las quejas de las ONG, instituciones y del propio Gobierno no tardaron en llegar. La situación ahora todavía es más confusa. Las devoluciones están paradas por medidas cautelares que ha tomado un juzgado de Ceuta. El presidente de la Ciudad, el ya ‘clásico’ Juan Vivas (20 años en el poder, solo cuatro de ellos sin mayorías absolutas), asegura que están a la espera de un pronunciamiento judicial y que todo se está llevando a cabo de forma coordinada con el Ministerio del Interior.
Esta misma semana salió a defender el proceso de retorno, erigiéndose como responsable de todo y hablando de «situación de emergencia». En las últimas semanas ha destacado por respaldar las acciones llevadas a cabo por Pedro Sánchez y Marlaska. Los ha elogiado, les ha dado las gracias por «defender» Ceuta en los momentos más difíciles. Él es del PP, pero aquí los populares tienen su propio discurso. Fue Vivas, en una visita reciente a Madrid, quien pidió al ministro del Interior que activara las polémicas devoluciones. Marlaska, con el que ya tenía buena sintonía desde hace años, cumplió el deseo del líder de la Ciudad Autónoma.
Mientras, los pocos que estaban en Santa Amelia y Piniers, los campamentos improvisados que la Ciudad Autónoma colocó para acoger a menores se siguen escapando. Prefieren dormir a la intemperie y en condiciones infrahumanas en asentamientos repartidos por toda Ceuta que bajo techo para evitar el riesgo de ser repatriados.
Es el caso de estos dos tocayos. Una palabra en español asoma en sus labios: esperanza. No es lo que buscan, es a donde les gustaría ir: el centro de menores de la Esperanza. De allí salían los inmigrantes que han sido repartidos por las comunidades de España que se prestaron a acoger un cupo de menores tras las entradas masivas. El último grupo salió el pasado 3 de agosto, a Castilla La Mancha. Desde entonces, nada.
Les preguntamos si hay algo que echen de menos de Marruecos. Se ríen. Menuda tontería. La gente de la calle les deja el teléfono para hablar con sus padres, por lo que no han perdido el contacto. Si pudieran hablar con Pedro Sánchez le dirían que les deje quedarse en España para “trabajar y arreglar su vida”.
Les pedimos a ver si podemos sacar una foto y enseguida se unen más como ellos, salen de los alrededores. No los habíamos visto. De repente dejan de ser dos pobres chicos que viven de lo que consiguen en la calle a ser una docena. En realidad son más de 1.200 pero todos no caben en la foto. No caben en Ceuta y aquí están de todos modos.
“Se ven muchos niños por la calles”, comenta la obviedad Javi Llado. “No adolescentes, sino niños de 8, 9 y 10 años. Yo miro a mis hijos y me pregunto cómo pueden estar esos padres tranquilos. Te das una vuelta, empiezas a contar y son miles. Nunca van solos, siempre te los encuentras en grupo. Y ya no te piden comida, ahora quieren dinero”.
Miedo
Este ceutí que nos encontramos de camino a su casa en la conocidísima barriada del Príncipe se dedicó a repartir comida cuando se dieron las entradas masivas. Su mujer y él estaban sin trabajo, lo perdieron por la pandemia. “Sin recursos ni para nosotros nos fuimos al Mercadona y compramos 50 bollos de pan y con un poco de las bolsas de Cáritas que nos daban a nosotros hicimos un guiso y nos fuimos a repartir a todos los niños que veíamos”.
“Nosotros tenemos tres niños y hay que ponerse en la situación de esos chavales”, explica de manera simple y clara qué le motivó a ese gesto altruista. “Venían engañados. Nos contaban unas cosas que te echabas las manos a la cabeza. Que si les habían prometido ver un partido de fútbol, que si estaban Messi y Cristiano… Nos dijeron que les habían puesto un autocar en la puerta del colegio y que les habían explicado que tenían que entrar jugando, nadando. Unos echaban de menos a su familia y querían volver, otros se querían quedar en Ceuta”.
Javi nos cuenta que esa necesidad de hambre ya no existe. Han dado un paso más, ya no piden comida. “Hay sitios que dan miedo”, reconoce. “Entre ellos mismos se matan vivos y como te pille cerca… Ahora solo hay abandono de la Ciudad, del Gobierno, vandalismo por las calles… Mis hijos no salen solos”. No entiende cómo nadie hace nada. Apuesta porque si se quiere ayudar a estos menores habría que obligar al gobierno marroquí a que usen los 30 millones que le ha dado España para controlar la frontera, para dar de comer a su gente para que no tengan que abandonar su tierra. “Hemos pasado de ver una ciudad que podía convivir entre cinco razas distintas a que el racismo arrase con todo, porque la situación lo está empeorando todo”.
La marcha de los ceutíes
La marcha de sus padres a la Península es un ejemplo claro de ello. Después de la crisis de mayo, vendieron la casa y se fueron. Caballas (gentilicio de la ciudad) desde hace muchas generaciones, ya ni siquiera reconocen Ceuta. “Esa Ceuta por la que ellos han luchado y trabajado durante años ya no está y es lo que hay”.
En el Príncipe, generalmente, el PSOE arrasa en las elecciones generales. Los socialistas ceutíes, ahora, se basan en defender el argumentario de Moncloa. Por eso están de acuerdo con estas devoluciones de menores. No ven muy lejos la presidencia de una ciudad mayoritariamente de derechas, según las urnas. Están a dos escaños del PP y con posibilidades de gobernar en la próxima legislatura. En Ceuta, el PSOE siempre ha sido un partido sin muchas opciones. Hace pocos meses, se rumoreaba sobre una posible moción de censura para colocar a su líder, Manuel Hernández, al frente de la Ciudad Autónoma.
El PSOE se ha movido siempre bien en barrios con población musulmana. En las generales también le ayudaba que los dos partidos que pueden representar mejor a la comunidad musulmana -prácticamente la mitad de la población de Ceuta- no se presentan, aunque uno de ellos, el MDyC (proponente de la declaración de non grato a Abascal), sí lo hizo en las últimas sin mucho éxito.
El otro, Caballas, tiene como líder a Mohamed Ali, diputado de la Asamblea desde hace muchos años y conocido en el resto del país últimamente por sus broncas con Vox. En más de una ocasión casi llegan a las manos. Precisamente una de estas peleas en el Pleno le llevó a Ali la imputación por delito de odio: Vox le acusó de amenazas. Para Caballas, lo mejor es parar las devoluciones porque «se ha pretendido revestir con apariencia de legalidad un procedimiento de expulsión expeditiva que es necesario paralizar de inmediato». Pero no abogan porque los menores se queden en Ceuta, sino porque sigan marchándose a la Península. En Ceuta no los quiere nadie.
Dejamos la barriada del Príncipe, donde vive Javi, a la izquierda y seguimos por el paseo que lleva hasta el Centro de la Ciudad desde la frontera. Las calles están llenas de grupos de menores. De cuatro, de siete o de ocho. Se juntan y se separan. Conseguimos hablar con Mohamed para que nos cuente que se ha escapado de Piniers. No le da tiempo a más.
Mientras buscábamos un traductor, se ha acercado otro grupo de menores. Primero eran seis. Ahora superan la docena. Entre ellos aparece uno de los monitores de la Fundación Samu que se encargan de vigilar a los menores en Piniers. A esta fundación, por cierto, UGT les acaba de denunciar: dicen que “dirigen” a los menores “usando palos”. El monitor no deja que los menores hablen con nosotros y asegura que como hoy se han portado bien les han dejado salir para ir a la playa.
Seguimos nuestro camino hasta la barriada del Morro, lo que aquí llaman campo exterior. Akram de 17, Mohamed de 16 y Aiud de 15 han tenido suerte, la chabola que se han construido detrás de una casa abandonada está a la sombra. Su historia es la que se repite hasta la saciedad: estaban en Piniers y escaparon cuando se enteraron de las devoluciones. Pasan las horas del día buscándose la vida para sobrevivir y buscando el modo para ir a la Península. Les da igual cómo: colándose en un camión, entrando en un barco sin ser vistos o remando en una kayak.
Este es uno de tantos asentamientos que hemos visto en nuestro paseo. A simple vista, la mayoría parecían abandonados, pero con acercarse a los cartones que tienen por puerta y a las telas que hacen de techo, solo el olor confirma que no están abandonados. La legión de moscas que te invade nada más acercarte lo termina por corroborar.
Nos vamos acercando al Centro de la Ciudad, el punto intermedio. El Paseo del Revellín es una de esas imágenes que siempre utiliza la Ciudad Autónoma para promocionarse. Es el lugar de las luces de Navidad, de los spot publicitarios y de las grandes marcas. En pleno centro de la ciudad, el paseo comienza con el emblemático edificio Trujillo a un lado y un Zara a otro. Es la zona más transitada, una zona comercial. A mitad, en un bloque de pisos ya antiguo, están Adam, Mohamed y Munir. Todos entraron de forma irregular, pero el segundo de ellos habla un perfecto español y asegura llevar seis años ya en Ceuta tras ser acogido en diferentes centros. Tiene ya 18 y es quien lleva la voz cantante, quien dirige a sus otros dos amigos, que entraron en Ceuta el pasado mes de mayo.
Adam y Munir duermen al aire libre, en San Amaro, donde la Península se ve a pocos kilómetros. Mohamed, sin embargo, asegura estar viviendo en Hadú, una barriada de la periferia, zona predominantemente de gente de religión musulmana. Explica que paga 200 euros a una mujer que le acoge, que a veces trabaja en una tienda de ropa, pero que ahora no tiene empleo. Enseña a la vez un móvil que le costó “500 euros”. ¿El dinero? Se lo mandó su familia, cuenta.
Los tres coinciden: quieren irse a España. Para ellos España es cruzar el charco, llegar a la Península. No tienen miedo y Mohamed, con cara alegre, cuenta que un amigo “ya está en Málaga”. Lo ha conseguido. Cuando les preguntas por aquellos que se quedaron por el camino y el riesgo que supone ese plan, no tienen gesto de miedo. Todo lo contrario. Ellos solo quieren llegar a la Península.
«Sería mejor una repatriación»
Al despedirnos y cuando pedimos a estos tres jóvenes del norte de Marruecos -de la ciudad de M’Diq, Rincón en español- que se coloquen para una fotografía, llega Pilar de la Torre, una ceutí que vive en Madrid pero que ha regresado a pasar unos días de descanso. Ella vive en el bloque en cuya puerta están estos menores. Es la voz del caballo cansado, especialmente con la imagen que se da de la ciudad. “Estamos hasta el moño de que se nos tilde de racistas”, dice. Se sienten muy abandonados. Habla de que lo de este año “no tiene nombre” y de la incapacidad de Ceuta para “absorber” a tal cantidad de menores. Se queja de las ONG, que vienen a “hablarle de sus derechos”, de los políticos que “utilizan” a estos menores que lo hacen “solo para ganar votos” y explica que estos inmigrantes pueden ser “focos de miseria y de infección”. Y eso que ahora hace buen tiempo.
Porque ese es uno de los grandes problemas del futuro: el invierno. Cuando llegue y aparezcan los temporales, los albergues pueden -literalmente- venirse abajo. No son sitios preparados ante lluvias o condiciones climatológicas adversas. La mujer, a dos metros de los chavales, aboga porque “sería mucho mejor una repatriación en caliente”. Segundos después, y cuando va a entrar en su casa, pide a los tres marroquíes que se esperen: tiene ropa preparada para ellos.
Al alcanzar la otra punta de la ciudad, y al pasar por el puerto todos los inmigrantes escondidos en las escolleras -bloques de piedra junto al mar- nos dan la bienvenida. Allí esperan muchos de ellos para intentar meterse en barcos, camiones… Husam Rbati entró el lunes 17 de mayo, el día en la que la frontera era una carrera de 100 metros lisos. No había ningún obstáculo, nadie impedía la entrada masiva de marroquíes. Él es de Tetuán, la ciudad más grande de la zona, y cuando vio por Facebook que un amigo suyo había entrado en Ceuta, cogió un autobús y se fue a Castillejos, la primera ciudad de Marruecos según se cruza la frontera. Allí no encontró ninguna oposición y no tuvo problemas para pisar suelo español.
«No vuelvas a Marruecos»
A punto de cumplir los 18 años, Husam espera una nueva oportunidad. Lo ha intentado ya varias veces, subiéndose en camiones, sin éxito en ningún caso. Sigue en Ceuta, apenado, dejando pasar el tiempo. Su día a día consiste en dormir en un colchón en mal estado que coloca encima de unas maderas. Lo hace entre las rocas a las que golpea el mar. Cuando el sol sale, acude al único centro comercial que tiene la ciudad, ‘Parque Ceuta’, a la gasolinera que hay allí a limpiar coches. Él dice que está bien: va por la mañana, saca unos pocos euros, se los gasta en comida y regresa por la tarde, donde saca otras pocas monedas. Le da para comer cada día.
Cuando llegamos a charlar con él, Husam justo acaba de hablar con su padre, con el que tiene contacto regular a través del móvil. Dice que sus padres le mandan “mucha suerte”, mensajes de ánimo y también otro recado: “No vuelvas a Marruecos”. “Allí no hay trabajo”, comenta. Por eso cruzó a Ceuta, aunque aquí tampoco haya. Él no tiene estudios, pero sí hizo cursos de formación y se dedicó un tiempo a la hostelería. Trabajó en el Carrefour de Tetuán y acabó en marzo. Se quedó sin nada. Cogió el bus y se fue, sin avisar, dejando dos hermanos y unos padres al otro lado de la frontera.
En mitad de la conversación, aparece de entre las piedras un amigo, otro inmigrante, en este caso mayor de edad. Se queja de que le hayamos despertado. Husam le calma con tranquilidad y sigue contando su historia. Quiere que se sepa. Una pequeña riñonera le acompaña en este trayecto, así es desde que la Policía Nacional le recogió por la calle a las pocas horas de entrar. Le llevaron a las naves, donde concentraron a todos los menores aquellas primeras horas críticas. Él más tarde se escapó. Cuando le preguntas qué quiere hacer, mira de frente y señala al fondo. No se ve, porque la niebla lo impide, pero aquello es la Península. “Ese es mi sueño”, repite alguna que otra vez.
En Ceuta, desde mayo, es rara la vez que te sientas en un bar y no aparezca un chaval a pedirte comida o unas monedas. Basta un recorrido rápido por la ciudad para ver que están por todos lados. En las puertas de los supermercados, por los barrios, en el Centro, escondidos por el puerto o el monte. La ciudad soporta una presión migratoria jamás vista antes. El tema sale en cualquier conversación. Después de tres meses, la gente está muy cansada. Pero si aún la ciudad sobrevive con su propia idiosincrasia es precisamente por su gente. Son los primeros que se quejan, sí, pero detrás de cada queja hay una ayuda, hay caridad. Saben que en realidad la culpa no es de estos chavales, pero tampoco de ellos.
Comments