Cuando la paz en Castilla tenía nombre de mujer.
Catalina de Lancaster nació en el verano de 1376 en el castillo de Hertford (Inglaterra). Era hija de Juan de Gante, duque de Lancaster, y Constanza de Castilla, y nieta, por línea materna, de Pedro I de Castilla (1350-1369).
Catalina, primera princesa de Asturias, fue una de las reinas castellanas más poderosas del siglo XV. Durante el reinado de su marido, Enrique III de Castilla (1390-1406), el peso y la presencia pública de la reina oscilaron entre momentos de visibilidad y valoración política, momentos de ocultación y otros de participación aparentemente activa. Durante la minoría de edad de su hijo Juan, futuro Juan II de Castilla (1406-1454), Catalina fue corregente de Castilla entre 1406 y 1415, junto al infante Fernando de Antequera, y regente entre 1416 y 1418.
A pesar de ello, fue descrita por sus contemporáneos como débil de carácter, manipulable, enfermiza, con problemas de habla y movilidad a causa de la perlesía –una enfermedad que provoca parálisis y debilidad muscular– y carente de feminidad y belleza. Este retrato psicológico y físico profundamente misógino fue dibujado por el bando contrario a la reina, que nada tiene que ver con los retratos literarios compuestos por los defensores de la monarca, que la retrataron como una mujer poderosa, fuerte, justa y virtuosa, llegando a equipararla a una leona.
La devoción de una reina de origen inglés
Durante el reinado de Enrique III de Castilla, Catalina de Lancaster se ocupó principalmente de las obras pías, centrándose en la fundación de conventos como continuación de las políticas de reforma espiritual impulsadas en tiempos de Juan I de Castilla (1379-1390). Frente al marcado franciscanismo de su marido, la reina mostró una especial predilección por la Orden de Predicadores (los dominicos). Había heredado esta devoción de sus padres, y la compartió con su medio hermana, Felipa de Lancaster, esposa de Juan I de Portugal.
En Santo Domingo el Real de Toledo, Catalina de Lancaster fundó una capellanía y dispuso de unos aposentos privados, un espacio que no hemos conservado, pues fue cedido por la monarca en 1413 para la ampliación del convento. Uno de los escasos vestigios de su paso por el cenobio toledano es un breviario –un libro religioso que recoge los textos del rezo eclesiásticos más importantes del año cristiano– que la reina pudo haber donado a la comunidad de religiosas, pues contiene numerosas memorias y fiestas de santos ingleses.
La influencia inglesa se habría dejado notar igualmente en algunas de las empresas artísticas promovidas por la reina en tierras castellanas. Un ejemplo sería la marcada verticalidad de la cabecera de la iglesia del antiguo convento de San Francisco de Atienza (Guadalajara), remodelado a principios del siglo XV por orden de la reina y en el que se han querido ver ecos del gótico perpendicular inglés. Lamentablemente, en la actualidad sus ruinas forman parte de la lista roja de Hispania Nostra debido a su riesgo de derrumbe.
Catalina de Lancaster llevó a cabo sus dos principales fundaciones conventuales en vida de su esposo, limitándose durante su regencia a apoyar otras instituciones, intensificando presencias y estrechando vínculos.
Su primera fundación, fechada en 1394, fue el convento de monjas dominicas de San Pedro Mártir de Mayorga (Valladolid). Años más tarde, en 1399, donó el santuario segoviano de Nuestra Señora de la Soterraña a los dominicos. Desde el milagroso hallazgo en 1392 de una imagen mariana en un pizarral próximo al pueblo de Nieva, el santuario quedó bajo la protección de la reina. Esta no solo solicitó al papa Clemente VII un prior y seis capellanes que se encargasen de atender el culto a la recién hallada Virgen, sino que además fundó una villa independiente tanto de Segovia como de Nieva, que finalmente incorporó en 1395 a su señorío. Numerosos motivos heráldicos decoran la iglesia y claustro de Santa María la Real de Nieva, entre los que cabe destacar la divisa personal de la reina: la piña.
A la izquierda, escudo de Catalina de Lancaster situado en la cara sur del capitel 58 de la galería este del claustro del antiguo convento de Santa María la Real de Nieva. A la derecha, divisa de la reina Catalina de Lancaster. Capilla mayor de la iglesia del antiguo convento de Santa María la Real de Nieva. Fotos de la autora.
La Capilla de Reyes Nuevos y la memoria dinástica
Sin embargo, la principal empresa artística y memorial de Catalina de Lancaster fue, sin lugar a duda, la Capilla de Reyes Nuevos de la catedral de Toledo.
Antes de fallecer, Enrique III de Castilla se aseguró de dejar su capilla funeraria convenientemente dotada. Sin embargo, en 1405 se encontraba aún sin concluir. Si atendemos a la información contenida en el epitafio del sepulcro de la reina, las obras finalizaron hacia 1419, puesto que su cuerpo fue trasladado a la capilla real el 10 de diciembre de ese año. Actualmente, los únicos restos conservados de la primitiva Capilla de Reyes Nuevos son las imágenes yacentes de los sepulcros de Enrique II de Castilla, Juana Manuel, Enrique III de Castilla y Catalina de Lancaster, el artesonado –trasladado en 1539 a la capilla de la Torre– y el cerramiento septentrional, decorado con las armas heráldicas de la reina.
Resulta probable que el encargo del conjunto completo de los sepulcros de la capilla correspondiese a la iniciativa de Catalina de Lancaster. En este sentido cabe subrayar la decisión de la reina de enterrarse junto a Enrique II de Castilla, responsable de la muerte de su abuelo, Pedro I de Castilla.
Este gesto no haría sino demostrar que la monarca hizo prevalecer en todo momento el bien del reino por encima de sus preferencias personales o de sus lealtades familiares. A fin de cuentas, Catalina de Lancaster encarnó, ante todo, la unión de dos líneas dinásticas, la de los Borgoña y la de los Trastamara, y con ello la pacificación del conflicto ocasionado con el acceso al trono de Castilla de una rama bastarda.
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