Retrato de David Beriain por su esposa, compañera y amiga: «Si el cielo es la marca que has dejado, él va a estar en un lugar muy bonito»
25 jul 2021 . Actualizado a las 05:00 h.
A estas letras les falta ella tragando saliva, suspirando o guardando silencio para tomar aire. Les falta alguna lágrima inevitable y les falta la sonrisa que apareció en la cara de Rosaura Romero (Maracay, Venezuela, 1977) para acompañar su versión del momento en que conoció a David Beriain. «Nuestra historia es superbonita. Nos conocimos en Venezuela por casualidad, porque cuando las cosas están, están. Yo trabajaba para la comunicación externa de un canal de allá y estábamos con una gira de medios. Uno de mis compañeros había organizado una cena para corresponsales y yo no tenía ninguna gana de ir, pero ese día en Caracas había un atasco terrible y el lugar donde se iba hacer la cena quedaba mucho más cerca que mi casa. Allí estaban Sergio [Caro, acompañante habitual de Beriain] y David. Aquel día habló más Sergio, pero hicimos conexión y a partir de entonces, empezamos a hablar. Era el 2007. Messenger, Skype… Un día en el canal me dieron una Blackberry y como David tenía otra ya conectábamos por el pin. Es como si nos hubiésemos conocido en Internet, desarrollamos una confianza enorme. En aquella época él estaba trabajando para ADN y al poco tiempo lo mandaron a Colombia. Pasó unos tres meses allí hasta que consiguió entrar a la selva con las FARC y fue cuando empezamos a vernos. La primera vez que estuvimos juntos nos asaltaron. Bueno, asaltaron a David, porque lo dejé tirado —y aquí la sonrisa asciende a carcajada—. Estábamos en Bogotá, caminando, como dos tontos enamorados, y de repente salió un tipo con un cuchillo y agarró el bolso en el que él llevaba una cámara pequeña. Yo salí corriendo y cuando miré atrás ya había otro tipo más y lo habían tumbado. Volví gritando y ellos escaparon con el bolso. Él luego me contó que ahí pensó que la cosa se había jodido, que yo me iba a poner nerviosa, pero no contaba con mi entrenamiento venezolano».
—Y no se jodió.
—Es que luego, cuando salió de la selva, la situación aún se puso peor. La noticia de sus días con las FARC apareció en la portada del diario Tiempo y se montó un revuelo impresionante. Entonces, su jefa llamó y le dijo: «Te voy a sacar del país enseguida. A la 1 hay un vuelo». Y él le contestó: «Mira, es que estoy aquí con mi chavala». Ahí ya ella le pidió que me pasara el teléfono, me tomó los datos y nos sacaron del país a los dos. Luego pasamos como un año yendo y viniendo, con la relación a distancia, hasta que decidimos que uno se tenía que ir al país del otro. Así que me fui con él a Artajona y estuve conociendo a toda su gente bonita mientras yo hacía un máster en Pamplona. Esa época fue de una calma, una paz… Lo mejor era salir a pasear por la noche. Le decía: «Si es que esto yo no lo he podido hacer nunca con esta tranquilidad».
—Una calma que sería extraña entre tanta ida y vuelta. No fue frecuente esa tranquilidad para convivir
—Bueno, el parón del confinamiento nos puso también en orden. Esa rutina que a la gente le espanta, nosotros la disfrutamos. Por supuesto que hay gente que lo pasó muy mal, tanto en la convivencia como en cuanto a desgracias familiares por la pandemia, pero a nosotros nos hizo estar aún más unidos, nos aportó como pareja. Aunque en realidad nosotros estábamos casi todo el tiempo juntos porque yo he hecho mucho terreno con ellos. En Sinaloa, por ejemplo, no nos separamos durante todo el rodaje. Y trabajábamos juntos en Madrid, pasábamos las 24 horas al lado del otro. Al final, nuestros años fueron años de perro, con esa intensidad… Cada uno valió por siete
—¿Cómo fue el proceso que llevó a David a crear su productora?
—Su primera incursión en la tele fue en Cuatro, con Españoles en la ratonera. Se fue a Afganistán con Sergio Caro y trajeron cien horas de grabación para un programa de una hora. Le pusieron a Fede, un realizador con muchísima paciencia, y David se dedicó a hacer las transcripciones de entrevista, a definir el guion, a meterse en la sala de edición… Luego, cuando empecé a trabajar en España, yo vendía producciones de aquí para canales del extranjero. Él venía a los mercados y vendía sus proyectos y al mismo tiempo se dedicaba a entrevistar a todo el mundo, a mis compañeros de trabajo, para saber cómo era el mercado, para perder el miedo. Así que cuando montó la empresa lo hizo con mucho aprendido. Lo había aprendido él solo, por su cuenta. Y eso, su forma de ser, de acercarse a este mundo, le ayudó también a la hora de formar su equipo, para convencer a gente acostumbrada a trabajar en grandes producciones o que hacía otro tipo de contenidos y que de repente quería hacer algo de lo que sentirse orgullosa. Nosotros pagamos lo que nos permite el mundo documental y hay gente del mundo de la ficción acostumbrada a sueldos completamente distintos, pero venían.
—Creaba, producía, vendía…
—Es que la vida profesional de David está llena de momentos que aparentemente no tienen conexión, pero que explican cómo llegó a donde llegó. Si en La Voz de Galicia le gustaba involucrarse en las infografías, por ejemplo, aquí eso le fue útil para vender proyectos. Pasó muchos años como redactor y luego nunca dejó de escribir. A hacer entrevistas aprendió en los periódicos y luego se le daba fenomenal. Creo que era lo que mejor se le daba. Era un dolor de cabeza para los editores, porque durante toda su vida siempre ha hecho entrevistas superlargas. El editor le decía: «Pero si ya sabes que lo que necesitabas eran estas preguntas, por qué traes todo esto». Y ese era David, necesitaba entender a la persona, conectar. Y si eso requería tres horas de entrevista, eso había. Y el editor que trabaja aquí, lo sabe.
—Hace unos años que empezaron a trabajar juntos.
—Me incorporé a 93 metros en el 2015, cuando ya era necesario tener gente de producción en el terreno. Fue una prueba enorme. Él me decía que no sabía cómo iba a llevar eso de tenerme a mí allí asumiendo riesgos y yo pensaba: «Yo estoy aceptando que él vaya, espero que esto funcione también al revés». Y funcionó. Nos adaptamos fenomenal. Cada uno tenía su área y nos compaginábamos súper bien. Nos sentimos tan a gusto los dos juntos… Luego había momentos de trabajo sobre el terreno en los que ya nos separábamos porque yo no pintaba nada. Ni yo ni nadie que no fueran él y sus dos cámaras. Porque David iba siempre con dos cámaras y a Burkina también habrían ido dos, pero no lo permitieron. Por eso fue solo con Roberto. Nuestro viaje de iniciación fue a Perú, para un trabajo sin ningún riesgo. Y el primero que hicimos a una zona peligrosa fue a Sinaloa. Y fíjate, la gente preocupada porque íbamos allí y mientras estábamos, cuatro tipos armados hasta los dientes entraron en la casa donde vivían mi madre, mi abuela y mi tía, las amarraron y destrozaron la vivienda entera buscando cosas que robar. Ni siquiera se taparon la cara porque les daba igual que los vieran. En Sinaloa, haciendo un documental sobre la droga, no nos pasó nada. Tanto fue así que volvimos para hacer otro sobre el tráfico de armas. En ese estuvimos también en Guatemala y Salvador con las maras, y ya él solo en Colombia con el ELN. Con la forma de trabajar que él tenía, se garantizaba poder volver al lugar.
—¿No le supuso ningún cambio empezar a compartir el trabajo sobre el terreno con su pareja?
—Es que David siempre ha sido muy comunicativo y somos el tipo de pareja que nos contábamos absolutamente todo. Luego ya se trataba adaptarnos a estar allí juntos, a que él me viera allí. Yo llevaba las decisiones de producción, de dinero… Pero ahí te das cuenta de que en estos lugares, una vez que has obtenido su permiso, hasta te cuidan. Lo importante es con quién vas y cómo vas, con qué actitud. Hemos tenido casos de ver a periodistas llegar a un sitio y pensar: «Estos se van a meter en problemas». Si no conoces y te dicen «esto no puedes hacerlo», aunque a ti te parezca que no habrá ningún problema, no puedes hacerlo. Hicimos cosas muy peligrosas y éramos conscientes del peligro, pero siempre pusimos los medios para rebajar los riesgos. Luego, siempre puede suceder algo, como efectivamente sucedió.
—Él hablaba de lo agradecido que se sentía a su familia por entender su pasión y asumir el riesgo de que no volviera a casa, pero supongo que eso es algo que nunca se llega a asumir.
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