Pocas semanas después de una ruptura amorosa, cogí mi móvil y comencé con el ritual de «vuelta al mercado»: reinstalar las aplicaciones de citas. Antes me resultaba emocionante hacerlo, era como iniciar una aventura, pero en aquel momento me invadió el pavor. Sabía que quería volver a conocer gente, pero a través de una versión de esas aplicaciones que ya no existía.
Últimamente, cuando hablo con amigos solteros, desconocidos o personas que mantienen relaciones abiertas, lo único que escucho son quejas sobre estas aplicaciones. Cuando salgo a cenar, me corto el pelo o grabo un podcast para el trabajo, oigo las mismas quejas: las apps son caras, manipulan, contienen muchas estafas y, en definitiva, resultan agotadoras.
Me siento traicionado. Llevo 17 años utilizando webs y aplicaciones de citas. Gracias a ellas he conocido a gente muy importante en mi vida, pero además me han enseñado que puedo encontrar el amor de verdad, algo que durante mucho tiempo dudé que fuera posible. La primera vez me funcionaron, permitiéndome encontrar a personas que jamás pensé que conocería. Ahora, sencillamente me agotan.
Las citas online siempre han tenido su lado tóxico, especialmente para las mujeres que salen con hombres. Mis malas experiencias como hombre heterosexual no son ni de lejos como las de mis amigas. En mi peor día, acabé en un Uber con una supremacista blanca que hacía comentarios tan sumamente racistas que le dejé una propina del 200% al conductor por verse obligado a escucharlos. Pero ni siquiera esa experiencia es tan mala como el abuso al que se enfrentan las mujeres habitualmente. Sin embargo, a pesar de lo afortunado que me siento con la mayoría de las citas, estas apps me hacen sentir cada vez más invisible, explotado y estafado.
Cuando en 2007 me topé por primera vez con lMatch.com, me sentía como alguien incapaz de encontrar pareja. Me veía torpe, demasiado cerebrito, fuera de lugar, fuera de forma… totalmente indeseable. No había salido con nadie en el instituto y mi único intento en la universidad acabó en desastre.
Pero, cuando tenía 23 años, un encuentro de empollones cambió mi forma de pensar. Era mi primer verano en Washington, cuando intentaba, sin éxito, vivir una especie de fantasía de El Ala Oeste de la Casa Blanca, trabajando en política. Ese junio, me encontré en el festival anual de empollones de Washington: el partido anual de béisbol del Congreso de Estados Unidos. Allí, hice un comentario sobre derecho constitucional que dio pie a una conversación con una becaria del Congreso que tenía delante. Fue amor en la Primera Enmienda. A aquella conversación, la siguió un verano de juegos de palabras, aventuras en Washington y aprender torpemente a salir con alguien. Nuestra relación fue maravillosa, pero no sobrevivió a las prácticas. Sin embargo, este breve romance me enseñó que, por improbable que pareciera, había gente interesada en salir conmigo.
Pero, ¿dónde encontrarla? Era demasiado tímido como para invitar a salir a alguien en un bar, mi autoestima era demasiado baja como para pensar que mis compañeras o amigas podían estar interesadas en mí, y me aterrorizaba la idea de lanzarme y que la persona se sintiera incómoda conmigo para siempre. Finalmente, las citas online me hicieron sentir lo bastante cómodo para invitar por fin a salir a mujeres, un lugar de encuentro en el que no había ambigüedad sobre lo que buscábamos.
Y no era el único que ansiaba esa claridad, aunque las plataformas de citas no fuesen aún tan populares. En 2003, The New York Times titulaba: Las citas por internet pierden su estigma de ‘Losers.com’. En 2007, Match tenía más de 42 millones de usuarios. De las innumerables webs de citas, Match era la única con el prestigio suficiente para publicar anuncios de televisión con famosos como el Dr. Phil, una personalidad de la televisión estadounidense (lo que, sorprendentemente, no fue una señal de alarma en su momento).
El rechazo que sufría continuamente me pasó factura, y cuando mis amigos intentaban animarme, les respondía que tenía los datos necesarios para demostrar que estaban equivocados
Al entrar en Match, a mediados de los años 2000, se abrió para mí un mundo de infinitas posibilidades pixeladas.
Recurrí a los filtros para definir quién se ajustaba a mi criterio, un criterio que cambiaba en función de cómo me sentía. Los días en que rebosaba confianza en mí mismo, por ejemplo, después de una victoria en el trabajo, enviaba mensajes a las mujeres que más me atraían. Si no me respondían, seguía enviando mensajes, a la espera de un rechazo que, en la distancia, creía que dolería menos. Otras veces, me invadían las dudas y pensaba que esas mujeres eran demasiado buenas para conformarse conmigo.
Filtrar me resultaba frustrante. Cuando buscaba pareja, la lista me parecía demasiado amplia o demasiado reducida. Por ejemplo, la religión, algo que en sí no me importaba. Lo que sí me importaba era su empatía y apertura hacia mi extraña mezcla de creencias entre el secularismo, judaísmo y agnosticismo ambivalente. Pero no hay una casilla para la curiosidad y la amabilidad. Muchas veces, lo más relevante para mí (intelecto, humor y frikismo) quedaba fuera de las categorías de Match. Aun así, acepté a regañadientes usar otros filtros que sí estaban disponibles y a los que también les daba importancia (nivel educativo, proximidad y tipo de cuerpo) y me sumergí en las novelas que eran los perfiles de citas de Match.com.
Es increíble todo lo que escribimos. Más allá de los aspectos básicos (situación sentimental, política, educación, fumador o no fumador y consumo de alcohol), los perfiles lo detallaban todo, desde los ingresos hasta los sectores preferidos, sin contar las biografías, que parecían más bien ensayos. Ahora, veo con horror mi propia biografía. «Me gusta viajar, pero en general me he limitado a visitar Europa Occidental. Quiero explorar Oriente Medio y Asia en los próximos años». También pretendía mostrar cierta cultura: «Toco la guitarra y un par de instrumentos más, y estoy intentando descubrir la escena artística de Washington DC». Me esforzaba tanto por demostrar que era interesante que nunca pensé en lo poco atractivo que resultaba.
Esta primera búsqueda filtrada de pareja daba infinitas posibilidades a los usuarios y, en muchos sentidos, para un joven y torpe empollón como yo, era perfecto. La forma en que gestionaba las citas en sí, no tanto. Mis primeros esfuerzos se ajustaban a lo que yo llamaba «la regla de los tres»: tres mensajes equivalían a una respuesta, tres respuestas a una cita, tres citas a una segunda cita y tres segundas citas a una tercera. No era un patrón exacto, pero en mis tres años de citas en Washington, solo tuve una tercera cita. La chica rechazó amablemente una cuarta.
Aquellas primeras citas fueron tan incómodas como importantes en mi vida. Incluso cuando me sentía estancado profesionalmente y dudaba en poder alcanzar el futuro que deseaba, encontré la reserva de confianza para hablar cómodamente con desconocidas. Aprendí toda una serie de habilidades sociales que parecía que otros dominaban por arte de magia. Aun así, el rechazo que sufría continuamente me pasó factura, diciéndome que siempre había estado en lo cierto odiándome a mí mismo y a mi desesperación. Cuando mis amigos intentaban animarme, les respondía que tenía los datos necesarios para demostrar que estaban equivocados.
Cuando me fui de Washington para estudiar Derecho, dejé las apps de citas. El primer año, fue por la propia facultad. Empecé en 2010, en el punto más bajo del mercado jurídico tras la crisis financiera, y me aterrorizaba la idea de quedarme sin empleo. Por primera vez en mi vida, me tomé en serio los estudios y dejé de lado todo lo demás. Con no poca suerte, aprobé los exámenes e incluso me trasladé a Harvard. Tras años a la deriva, me sentía de nuevo en el buen camino.
En mi segundo año, seguí sin usar las apps por otra razón: me enamoré de una de mis compañeras de clase.
Fue una época complicada. Era mucho más inteligente que yo, indescriptiblemente guay y, por alguna razón, ella también me quería. Pero también era inestable, infiel y autodestructiva. Cuando terminé nuestra relación en 2012, intentó suicidarse. Después de llevar su cuerpo inconsciente a urgencias, pasé la primera semana de nuestra ruptura llevándole paquetes al hospital (llevábamos unos años sin hablarnos cuando en 2020 me enteré de que se había quitado la vida. La noticia me dejó destrozado).
Pasé algún tiempo solo después de que las cosas terminaran, pero a finales de 2012, estaba listo para volver a instalarme aplicaciones de citas. En parte se debía a mi éxito en la facultad de Derecho y a una buena oferta de trabajo, lo que me llevó a confiar más en mí mismo. Pero además de eso, estaba el hecho de que otra persona se enamorara de mí, lo que me hizo sentirme aún más validado. Empecé a creer que podía encontrar algo más que una conexión fugaz en las aplicaciones. De hecho, esperaba encontrar el amor.
Pero el mundo de las citas al que volví ya no era el mismo. Había llegado Tinder, y con él la era de «deslizar con el dedo». Tras años de estancamiento, el mercado de las aplicaciones de citas entró en un frenesí de crecimiento y, en 2013, las citas por internet eran la forma más habitual de conocerse. No solo era popular. Estaba de moda.
Al pasar de Match a Tinder, las citas pasaron de ser una tarea ardua y agotadora a convertirse en el ruido de fondo de mi vida
Charlotte Fox Weber, psicoterapeuta y autora de Tell me what you want (Dime lo que quieres), que casualmente también es mi prima, afirma: «La última década ha transformado nuestra actitud hacia las citas online». Weber indica también que sus clientes a menudo «lo comparan con las compras por internet: sin horarios de tienda y con infinitas posibilidades». Dice que, «aunque las aplicaciones afirman promover la transparencia, esta es a menudo performativa, impulsando el engaño que tensa la confianza y socava la conexión genuina».
Con Tinder, mi cambio en la psicología de las citas fue casi inmediato. En lugar de esforzarme para responder a perfiles muy elaborados, comencé a deslizarlos por capricho. Después de la traumática intensidad de mi relación, fue un alivio conectar con algo tan poco arriesgado. Empezó como un juego divertido, un desfile que bombardeaba mi cerebro con dopamina. Las citas pasaron de ser una tarea ardua y agotadora a convertirse en el ruido de fondo de mi vida.
Pero los primeros días de Tinder no fueron ideales. No había intención de nada al usar la aplicación, y el hecho de interactuar todo el rato con gente implicaba muchas posibilidades de decepción. Aun así, Tinder facilitaba tanto la desconexión como la conexión. La acción de deslizar perfiles se convirtió en la marca de Tinder, pero aprovechar los inicios de sesión de Facebook fue igual de importante para su éxito. Conectar los perfiles a nuestras vidas digitales aliviaba el miedo a conocer a un desconocido en internet. En pocos años, mis compañeros de la generación millennial y yo pasábamos 10 horas a la semana en aplicaciones de citas. Pero, para mí, ese tiempo estaba bien empleado.
Claro que no todas las citas me cambiaron la vida, pero conecté con algunas de las personas más increíbles que he conocido. En Match, tenía una cita cada una o dos semanas. En Tinder, cada una o dos noches.
Tinder y otras aplicaciones me permitieron navegar por el mundo de las citas como mi mejor yo, e incluso encontrar el amor. De vez en cuando, intentaba fijarme en lo irreconocible que se había vuelto mi vida respecto a la del joven torpe que tanteaba y filtraba perfiles en su portátil con cada vez menos esperanzas. A pesar de las disfunciones, de los peligros, ese fue un regalo que las citas por internet me hicieron a mí y a millones de personas más.
A veces, sin embargo, la facilidad de pasar de un perfil a otro me hacía ser demasiado desconsiderado con las necesidades de mi cita. A todos nos gusta ser el héroe de nuestra propia historia, pero estoy seguro de que a veces he jugado a ser el villano, evitando conversaciones difíciles, ignorando incompatibilidades y terminando relaciones serias de forma demasiado abrupta. Después de haber pasado tantos años ansiando afecto, me resultaba fácil lanzarme de cabeza a una relación sobre la que, desde el principio, tenía muchas dudas. Recreé el mismo ciclo fallido una y otra vez: caer demasiado rápido, negar el problema y huir aún más rápido. Las aplicaciones controlan en gran medida cómo conocemos gente nueva, pero no controlan si nos dejamos caer con los que ya conocemos.
Mientras la experiencia de las aplicaciones cambiaba, el sector de las citas online permanecía estancado. Cuando me pasé a Tinder, pensé que dejaba atrás a Match, pero la empresa siguió una estrategia silenciosa para convertirse en el monopolio del sector, conocido hoy como Match Group. Este gigante multimillonario no solo posee Match.com y Tinder, sino también OKCupid, Meetic, Hinge, Pairs, Plenty of Fish, BLK, The League y un total de más de 45 marcas de citas online.
Da la sensación de que cada vez hay más aplicaciones, pero menos opciones, y esas opciones son cada vez peores.
Irónicamente, las aplicaciones van perdiendo popularidad a medida que su uso se generaliza. A un número cada vez mayor de usuarios no les gustan las aplicaciones, y las valoraciones son notablemente más bajas entre las mujeres, pero la mayoría de los solteros siguen utilizándolas. Y aunque las empresas de citas han ganado miles de millones, más de 5.000 millones de dólares (más de 4.500 millones de euros) solo en 2023, el crecimiento se está ralentizando.
Resulta que las apps de citas se enfrentan a una barrera única para el éxito: cuanto más eficaz es su aplicación, menos rentable resulta. La gente paga por encontrar pareja, y una vez que la encuentra, se acaba el negocio. Claro que muchos buscan la no monogamia ética o son infieles, pero representan un nicho pequeño de mercado. La principal app de citas no monógama, Feeld, alcanzó los 35 millones de dólares de ingresos anuales este verano (unos 32 millones de euros). Match Group gana 100 veces más.
«Las aplicaciones de citas están diseñadas para ser una experiencia miserable», afirma Stephanie Rodgers, fundadora de Verb, una próxima app. «Necesitan que la gente fracase para que gasten más dinero (y tiempo) en las aplicaciones», añade. Rodgers quiere evitar el destino de sus competidores con una plataforma que permite planificar citas tanto para solteros como para parejas.
Esto es lo que sentimos mis amigos y yo: la manipulación de un software cuyo objetivo es mantenerte lo suficientemente interesado como para hacer swipe (deslizar), pero dificultar la búsqueda de una pareja estable. Es la dolorosa paradoja de las citas por internet. He conocido a muchas de las personas que quiero allí, pero la aplicación alarga el proceso todo lo que puede para aumentar los beneficios de Match Group.
Al final, solo soy un chico, haciendo ‘swipe’ a una chica, sobornando al algoritmo para que me quiera
Cada vez da más la sensación de que las aplicaciones de citas hacen las cosas más monótonas y engorrosas para incentivarnos a pagar por las mejoras. Son como las aerolíneas que hacen que la clase turista sea lo peor posible para que vayas en business. Algunas, como Raya, se envuelven en un aire de exclusividad, seleccionando a los usuarios con unos criterios no especificados que revisa un comité anónimo. El efecto ayuda a que los miembros sientan que pagar la elevada cuota mensual es un privilegio (mi propia solicitud para Raya sigue en su lista de espera).
La gamificación más visible viene de Hinge, que se comercializa como «diseñada para ser eliminada». Pero la realidad de Hinge varía mucho del argumento de venta. Hinge te permite deslizarte por su lista de usuarios «compatibles» generada algorítmicamente, pero también comercializa una segunda pestaña de perfiles «destacados» que el algoritmo cree que te gustarán aún más. No obstante, para acceder a ellos debes enviar una rosa digital que cuesta hasta 5 dólares (4,5 euros). Los usuarios apodan a esta pestaña «cárcel de rosas», quejándose de que nunca borrarás la aplicación si te ponen trabas para acceder a los perfiles que realmente pueden interesarte. Y lo que es peor, a menudo los que están en esa cárcel no utilizan activamente la aplicación, lo que significa que Hinge te hace pagar por enviar un mensaje que sabe que probablemente nunca será leído.
Y mientras el coste de las aplicaciones de citas en términos de acoso, amenazas y violencia lo pagan desproporcionadamente las mujeres, el financiero lo pagan desproporcionadamente los hombres. Cada vez más, nos sentimos invisibles si no pagamos. Resulta desmoralizador además de caro. Me he dado cuenta de que mi presupuesto para aplicaciones de citas varía mucho según mi estado de ánimo. Cuando me sentía solo o triste, pagaba 5 o 10 dólares para «mejorar» mi perfil, buscando más visibilidad y validación.
Finalmente, me encontré a mí mismo reforzando mi autoestima tras una pésima cita en septiembre. Después de bromear brevemente con una escritora del Upper East Side en Tinder, quedamos para tomar un cóctel en el centro. Algo no encajaba cuando nos enviamos un mensaje para confirmar el día de la cita, especialmente el lacónico «vale» que recibí cuando le dije que llegaba cinco minutos tarde. Salí corriendo de Grand Central, con la esperanza de no pasar calor con mi jersey color crema, y al final llegué exactamente a las seis. Nuestra cita se redujo a lo siguiente: le dije que me alegraba de verla. Me miró sin comprender. Bromeé: «Ha sido uno de esos días de trabajo caóticos en los que me vendría bien un cóctel, ¿me entiendes?». Visiblemente disgustada, dijo: «No, no me apetece y no voy a hacernos perder el tiempo a ninguno de los dos». Me dejó atónito, junto a una botella de agua con gas de 13 dólares. Cuando pagué la cuenta, vi que eran las 6:03. Sinceramente, nunca entenderé lo que pasó. En el tren de vuelta a Brooklyn, empecé a gastar más en la aplicación.
La mayoría de las suscripciones a aplicaciones de citas no son caras de por sí, pero si se añaden entre 10 y 30 dólares al mes (entre 9 y 27 euros) por acciones ilimitadas y otros complementos, todo suma. En un mes, en total, el coste podría ascender fácilmente a cientos de dólares solo para que la aplicación muestre más tu perfil, sin contar las citas o la acción de conocer a alguien. Al final, solo soy un chico, haciendo ‘swipe’ a una chica, sobornando al algoritmo para que me quiera.
Espero que este círculo vicioso de negocio sea un desastre para las aplicaciones de citas a largo plazo. Cuanto más cobren estas plataformas, más gente se irá, y cuanta más gente se vaya, más se desesperarán por volver a ganar dinero. En su último informe anual, Match Group destacó que había aumentado sus beneficios en Estados Unidos en un 7%. Pero, al mismo tiempo, la empresa perdió un 7% de sus clientes de pago, y lo compensó cobrando más a los usuarios restantes.
Con cada vez más solteros hartos de las aplicaciones, surge un interés por las alternativas. En mi barrio de Brooklyn, veo constantemente anuncios pegados en farolas y edificios sobre encuentros de citas. Los clubes de corredores solteros han visto una gran afluencia en carreras, en las que aquellos que no tienen pareja visten de un color determinado. Incluso he probado las citas rápidas.
Las alternativas analógicas son un maravilloso cambio de ritmo respecto a la fría eficacia de las aplicaciones. Aun así, es difícil volver atrás después de pasar el dedo. Las aplicaciones nos dan tantas opciones que a menudo nos hacemos una lista de lo que necesitamos para ser compatibles. «Las aplicaciones de citas invitan a la idealización. La vida real es más desordenada», señala Weber. Al conocernos en persona, aprendemos muchas cosas que no se pueden plasmar en un perfil de citas, pero me sigue pareciendo mucho más difícil.
Hace una semana, me levanté de mal humor por una mala cita y salí a correr para intentar despejarme. Cuando llevaba un kilómetro y medio corriendo, se me apareció una imagen de mi yo más joven mirando mi vida actual y casi me paraliza. Navegar por el mundo de las citas cómodamente como yo mismo, sentirme seguro en mi propia piel, encontrar el amor y la conexión… todo eso le habría parecido delirante al joven yo de Match de hace tantos años.
Quiero aferrarme a esa sensación, a esa apreciación, mientras siga buscando pareja en el desierto digital. Es muy fácil agotarse con las aplicaciones, hastiarse, incluso tratar a las personas como si fueran de usar y tirar. Las apps de citas también pueden sacar eso de mí, pero espero que el recuerdo de todo lo que he sentido en el pasado me permita ser cada vez más bienintencionado a la hora de tener citas en el futuro.
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